"Venga, voy yo". Me ofrecí voluntario porque sé que les gusta esa pequeña intimidad de los preparativos, el ir y venir de la diminuta cocina al salón con bandejas, copas, platos... y total, para estar sentado, mejor salgo a dar una vuelta y de paso me fumo un porrito que me va a venir bien para soportar esta noche tan larga.
Tenía que conseguir limones y salí sin rumbo fijo porque, aunque llevaba muchos años visitando el barrio, no controlaba mucho las tiendas.
Mmmm, qué bien me sentaban con el frío estas caladas de hierba.
Llevaba un rato caminando cuando me crucé con esos ojos, esa mirada inconfundible, profunda. ¡Dios! ¿Cuántos tiempo hacía que no la veía? ¿20 años? Más, 25 por lo menos. De repente me la imaginé cogiendo tomates y pimientos en un invernadero en Almería. Era lo último que supe de ella. Luego el silencio, la nada.
No sé si me reconoció, me da igual, pero al pasar por su lado, salió de mi boca esa coletilla absurda que nos sale a todos en estas fechas: "¡Feliz Navidad!"
"Igualmente", dijo y siguió caminando como si nada.
Yo sentí una convulsión brutal en mi interior pero mi exterior seguía sereno y no me impidió entrar en la tienda de los chinos a hacer el recado.
Los demás gestos fueron automáticos: pagar, andar el camino de vuelta, llamar al portero automático, empujar la puerta, llamar al ascensor, entrar, pulsar el número 3, salir, pulsar el timbre, esperar a que se abriera la puerta y entrar en la cocina donde deposité la bolsa.
Me senté derrotado en un sillón, estaba alucinando, nunca mejor dicho, hasta que una voz me despertó desde la cocina: "¿Tomates? ¡Limones era lo que necesitábamos, no tomates, joder!"
Desde ese momento se instaló en mí esta sonrisa tonta que llevo días luciendo y que tanto exaspera a mi mujer.